Siempre pensé que uno se daba cuenta de que estaba entrando en la adultez con indicios como comenzar a apreciar el gusto del morrón o la combinación de queso azul + nuez, o al volverse pasivo ante situaciones en las que antes hubiera hecho un berrinche (dormir a horarios respetables, ordenar la habitación a pesar de saber que el orden de la misma es ridículamente efímero, comerse todas las verduras).
Y si bien no estaba dispuesta a dejarlos pasar y aceptarlos fácilmente, sabía que eran parte de un momento ineludible. Les di batalla, pero fue inútil. Cuando creí que había superado la prueba del morrón, o que podía dormir y vivir a contramano del mundo sin demasiada repercusión, cuando mi mayor conflicto consistía en decidir si divertirme así o asá; listo. Mi vida (o la falta de la misma), se encargó, como siempre, de demostrarme que no. Que si comer cosas agridulces con cara de abuela contenta me representaba un abandono (y algo de traición) a la niña/adolescente que alguna vez fui, iba a tener que ponerme un obstáculo más difícil a superar. Uno de esos en los que es imposible salir contento, sea cual sea la decisión tomada. Y no siendo ésto suficiente tortura, un obstáculo que ahora me cueste el alma, pero que dentro de algunos años recuerde y piense "qué tonta, qué joven que era, pensaba que éso era un problema".
No quiero, prefiero comer morrón.
domingo, 16 de enero de 2011
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